En su mayoría de los líderes de América Latina reaccionaron con rapidez y rigurosidad a la llegada del coronavirus a la región: se cerraron las fronteras. Se interrumpieron los vuelos. Soldados patrullaron las calles desiertas para hacer cumplir las cuarentenas y los profesionales de la salud construyeron hospitales de campaña con el fin de prepararse para la avalancha de pacientes.
Sin embargo, los presidentes de Brasil y México, quienes están a cargo de más de la mitad de la población de América Latina —Jair Bolsonaro de Brasil y, en menor grado, su homólogo mexicano Andrés Manuel López Obrador— han mantenido una actitud sorprendentemente displicente. Se han burlado de los llamados a cerrar negocios y a limitar considerablemente el transporte público, y han expresado que este tipo de medidas son mucho más dañinas para el bienestar de las personas que el virus.
En una región con altos índices de pobreza, donde cientos de millones de personas viven en espacios reducidos, sin acceso a condiciones sanitarias adecuadas o atención médica, los expertos afirman que ese enfoque podría crear un caldo de cultivo ideal para el virus, con consecuencias devastadoras para la salud pública, la economía y el tejido social.
“Esta es una fórmula para la implosión social de una región que ya se encontraba en estado de agitación”, afirmó Monica de Bolle, investigadora principal brasileña del Instituto Peterson para la Economía Internacional. “En una situación como esta, las cosas pueden derrumbarse bastante rápido si no hay confianza en el gobierno y la gente se siente muy vulnerable”.
López Obrador, político de izquierda, no ha dejado de caminar entre multitudes ni de besar bebés. La semana pasada, tras descartar la restricción de viajes, el cierre de negocios o la aplicación de cuarentenas, López Obrador sugirió que México no sufriría gracias a la intervención divina, mientras mostraba dos amuletos religiosos a los que llamó “mis guardaespaldas”.
“No nos apaniquemos, y por favor, no dejen de salir”, dijo en un video publicado el 22 de marzo por la noche. “Si pueden hacerlo y tienen posibilidad económica, pues sigan llevando a la familia a comer a los restaurantes, a las fondas, porque eso es fortalecer la economía familiar y popular”.
No fue sino hasta el 24 de marzo que su gobierno cerró las escuelas, prohibió las concentraciones de más de 100 personas y le pidió a los mexicanos que se quedaran en casa. Para ese entonces, el gobierno de la Ciudad de México ya se había movilizado para clausurar gran parte de la vida pública.
Pero Bolsonaro, un líder de extrema derecha que tiene en la presidencia un poco más de un año, se ha mantenido desafiante y sigue desestimando el virus como una “pequeña gripe” que no justifica una “histeria”.
En un discurso nacional realizado el 24 de marzo por la noche, Bolsonaro rechazó las medidas tomadas por algunos gobernadores y alcaldes, y las calificó de tener un enfoque “de fin del mundo”. Bolsonaro, quien tiene 65 años, también afirmó que, si llegara a contagiarse, se recuperaría con facilidad debido a su “historial de deportista”.
Mientras hablaba, brasileños de todo el espectro político salieron a sus ventanas para realizar un “cacerolazo”, una práctica que se ha convertido en una protesta nocturna cotidiana contra la actitud arrogante del presidente. Algunos gritaban: “¡Fuera Bolsonaro!”.
Hasta el 25 de marzo por la mañana, Brasil tenía 2271 casos confirmados —un aumento de seis veces con respecto a la semana pasada— y 47 fallecidos.
La mayoría de los líderes en América Latina habían considerado el nuevo virus como un problema lejano —uno con pocas probabilidades de causar estragos en la región durante el verano austral— hasta que se diagnosticó el primer caso en Brasil a finales de febrero. Desde entonces, el coronavirus se ha propagado rápidamente en la región. Brasil, Ecuador y Chile son los países con la mayor cantidad de casos diagnosticados.
A medida que la pandemia está destruyendo la economía global y paralizando las cadenas de suministro en todo el mundo, América Latina es especialmente vulnerable a un colapso económico.
La región ya estaba teniendo problemas para asimilar la diáspora de millones de venezolanos que huyeron de la crisis humanitaria y política de su país.
El año pasado, el crecimiento económico en América Latina y el Caribe fue de un deprimente 0,1 por ciento, consecuencia de los bajos precios de las materias primas y una oleada de estallidos sociales que conmocionaron a Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia y Chile.
El impacto en la salud pública probablemente será devastador. Una gran parte de la población en América Latina vive en el tipo de enclaves urbanos densamente poblados en los que el virus parece propagarse con mayor facilidad. Alrededor de 490 millones de personas carecen de servicios sanitarios adecuados.
Este fin de semana, cuando se confirmaron los primeros casos de coronavirus en las favelas de Brasil, los residentes que sobreviven con salarios miserables y tienen que lidiar con la violencia desenfrenada, la falta de servicios sanitarios y el hacinamiento, se prepararon para una nueva serie de circunstancias aterradoras.
Bolsonaro ha hablado con exasperación sobre el coronavirus desde enero, y lo ha llamado una “fantasía” que está siendo exagerada por los medios y sus rivales políticos para debilitar su gobierno.
Incluso después de que varios de sus principales colaboradores dieron positivo por el coronavirus luego de un viaje oficial a Florida en la que compartieron una cena con el presidente Donald Trump en Mar-a-Lago, Bolsonaro continuó asegurando que el “pánico” colectivo era un riesgo mayor que el virus.
Mientras médicos expertos en su país y en el exterior promovían el distanciamiento social, sobre todo entre los más ancianos y otras personas vulnerables, el presidente le solicitó a sus simpatizantes que realizaran mítines masivos el 15 de marzo, e incluso saludó a varios grupos de personas en la parte exterior de su residencia en Brasilia, estrechando sus manos y tomándose selfis.
Mientras la semana pasada sus contrapartes en Perú, El Salvador, Argentina, Chile y Venezuela tomaban medidas radicales para limitar la infección, Bolsonaro se enfrascó en una lucha con los gobernadores de Río de Janeiro y São Paulo, los dos estados más grandes del país, quienes habían tomado medidas unilaterales para limitar drásticamente el movimiento de la población.
“La vida continúa”, dijo Bolsonaro el martes pasado. “No hay necesidad de ponernos histéricos”.
Tres días después, su ministro de salud, Luiz Henrique Mandetta, que también es médico, advirtió que, con el ritmo con el que el virus se estaba propagando, el sistema de salud pública del país podría “colapsar” para finales de abril.
Las acciones de Bolsonaro han provocado una contundente reacción política, incluso de parte de antiguos aliados. La semana pasada, Janaína Paschoal, una diputada estatal que llegó a ser considerada por Bolsonaro para la vicepresidencia, solicitó su destitución.
La semana pasada, algunos diputados presentaron una solicitud de juicio político, motivado por la conducta del presidente.
c.2020 The New York Times Company