La huida eterna en la que se había convertido la vida de Abu Bakr al Bagdadi (Samarra, Irak, 1971) desde el colapso del califato acabó en Barisha, una pequeña aldea rodeada de olivos al norte de Siria, a apenas cinco kilómetros de la frontera con Turquía. El líder de Daesh fue sorprendido junto a su familia y sus más cercanos lugartenientes, según Donald Trump, en esta provincia bajo control del brazo sirio de Al Qaida. Toda una paradoja, ya que Al Bagdadi rompió con este grupo para consolidar el autodenominado Estado Islámico y alzarse con la etiqueta de «mayor amenaza global», que le asignaron dos presidentes de EE.UU.: Barack Obama y Trump.
El grupo yihadista, que normalmente reacciona con rapidez cada que sufre una baja importante, no ha confirmado la noticia de su muerte.
Barisha fue el final del camino para esta mezcla de dirigente político y militar, quien tras casi una década de trabajo en la sombra en Irak, saltó al estrellato yihadista mundial y sorprendió a todos al proclamar desde Mosul el establecimiento de un califato entre Siria e Irak en 2014. «Aunque el EI no puede reducirse a Al Bagdadi, su emirato ha supuesto un antes y un después en el salafismo yihadista. Y como tal, pasará sin duda a formar parte de una suerte de salón de la fama yihadista con Bin Laden, Azzam y otros», considera Sergio Altuna, investigador del Real Instituto Elcano. Un final del camino inesperado, ya que el desierto iraquí fue siempre su guarida predilecta.
Era ante todo el creador de un grupo que nació para combatir la ocupación de EE.UU. de Irak, pero que pronto se convirtió en el estandarte suní en la guerra sectaria que asoló al país entre 2006 y 2008 y luego fue capaz de materializar el sueño de establecer un califato al que atrajo decenas de miles de combatientes extranjeros.
A diferencia de la estrategia de Al Qaida, Al Bagdadi persiguió desde el primer día un fin tangible, un estado en el que imponer la sharia (ley islámica). Este cambio de registro le hizo ganar muchos adeptos entre los seguidores de la yihad y sus financiadores y para lograr su objetivo no le importó desafiar la autoridad del líder de AQ. En 2013, Ayman Al Zawahiri, sucesor de Bin Laden, le pidió que saliera de Siria y dejara combatir allí al Frente Al Nusra, el brazo armado reconocido de la organización. Pero no solo no le hizo caso, sino que peleó contra las fuerzas leales a Bashar al Assad e inició su lucha con el resto de grupos opositores para consolidar su hegemonía en las zonas liberadas, donde impuso el islam con mano de hierro, al estilo de los talibanes. Una visión rigorista del islam que apelaba a la limpieza sectaria y cultural de los lugares que ocupaba, donde se extendían los castigos públicos y ejecuciones que el grupo grababa y difundía en las redes sociales para exhibir su terror sin fronteras.
«Si bien el califa tenía un cierto carisma, no se trata de un ideólogo, un teórico, ni un reputado ulema. Sin embargo, su obra encuentra difícil parangón; el califato se ensalzará y solemnizará con el paso del tiempo sin importar lo que ocurra con el EI», opina Altuna, que ha seguido muy de cerca la evolución de un grupo en el que ahora se abre el proceso de sucesión de su cúpula. Un proceso delicado ya que en los últimos años de guerra Daesh ha perdido a sus principales dirigentes. /La Patilla